La
Vanguardia. 28 de Enero de 2015.
Dossier
Cultura(s)
José Ramón Ubieto. Psicoanalista
La crisis no ha generado
patologías psíquicas nuevas pero ha exacerbado algunos síntomas que marcaban ya
el momento de cambio en el que vivimos. La era del individualismo es nuestra
época, donde las viejas identificaciones sólidas han entrado en crisis (“no nos
representan”) y otras afirman su pétrea firmeza vinculadas a creencias
religiosas fundamentalistas.
Junto a ellas la crisis
propone otras identidades más inestables, algunas en construcción y otras
vinculadas a la satisfacción que nos produce el consumo de innumerables objetos
a los que nos aferramos hasta convertirlos en nuestra adicción particular:
compras, comida, drogas, sexo, gadgets.
La crisis confronta a
cada uno con la angustia de la incertidumbre y con las pérdidas reales: casa,
trabajo, rol familiar. Su brutalidad – velada por los eufemismos del nuevo
lenguaje- deja a muchos a la intemperie, con sus vidas en crisis. En este
dossier analizamos algunas de estas incidencias subjetivas: el desamparo del
desahucio, el declive de la masculinidad, la soledad femenina.
Sujetos desahuciados
Una de las primeras consecuencias de la crisis fue el aumento espectacular
de ejecuciones hipotecarias sumado a los desahucios por impagos de alquileres.
Hoy disponemos ya de numerosos testimonios de personas afectadas. Calibrar que
supone para cada uno, desde el punto de vista psíquico, la pérdida de su casa exige
saber primero qué valor le da, siempre particular y que va mucho más allá de un
bien material.
La primera función de la
casa, en términos de realidad psíquica, es la de protección personal, elemento
de subsistencia ante las amenazas externas en todas las civilizaciones. Frente
al desamparo de los primeros humanos, las cuevas habitadas cumplían con esa
función de refugio y hoy lo hacen las actuales urbanizaciones, algunas dotadas
con sofisticados sistemas de seguridad. El hogar protege al hombre del
exterior, percibido como hostil.
A estas razones
objetivas obvias, ligadas a la supervivencia, podemos añadir también las
vivencias subjetivas, el cómo cada uno percibe ese refugio. Freud hablaba del
desamparo (hilflosigkeit)
como afecto primario del lactante, quien al nacer prematuro requiere sí o sí de
la intervención del otro que lo acoge y protege. Esa capacidad de contención primaria
confiere un valor muy significativo a la familia que sigue siendo el último
refugio y más en un momento de crisis de las instituciones básicas como el
actual. “Hogar, dulce hogar” es una manera coloquial de referirse a esa función
de protección y perderla es quedar desamparado, a cielo abierto, sentirse como
sujetos a la intemperie.
Domingo, padre de 40
años emigrado hace 12, reagrupó a su familia en 2008 urgido por las condiciones
de extrema vulnerabilidad en la que vivían en su país (precariedad económica,
maltratos intrafamiliares). Ahora se ha visto obligado a entregar su casa por
no poder hacer frente a la hipoteca. Su preocupación la expresa con una
pregunta que se formula a sí mismo y que contiene una denuncia y al tiempo un
autoreproche: ¿cómo voy yo a protegerles ahora si ni siquiera tenemos un techo?
Él experimenta una
sensación mixta de rabia e impotencia por esa imposibilidad. En el relato de su
biografía personal hay momentos difíciles en los que se vio obligado a errar de
un lugar a otro, sin poder asentarse y corriendo riesgos para su propia vida.
Cuando llegó a España se hizo la promesa de conseguir una casa y para ello
trabajó a destajo. Su mayor orgullo, cuando recibió a la familia y la llevó del
aeropuerto a la casa, fue mostrarles ese piso que él mismo calificaba como “mi
lugar seguro”.
Una segunda
significación de la pérdida viene dada por el hecho de que la casa proporciona
un sentimiento de identidad y de pertenencia social. La casa es el domus del clan, la referencia simbólica
de las generaciones y del linaje. Todavía es común en medios rurales
identificar a alguien por su casa de pertenencia, más allá de su nombre o
apellidos. La pregunta: “¿de qué casa eres?” es una pregunta sobre los orígenes
del sujeto. Esta casa, cuando es el espacio físico compartido por diversas
generaciones (abuelos, padres, hijos,..), es historia compartida, reflejada en
multitud de objetos, recuerdos o documentos.
Juan, de 65 años,
explica a punto de llorar que ha perdido su casa por avalar a sus hijos y
lamenta que “tras 45 años trabajando no haya podido ni mantener lo que mi padre
me dejó, la casa familiar”. Para Juan, criado en una familia tradicional donde
las generaciones se transmitían unas a otras un pequeño negocio, perder su
domicilio y su tienda implica que la deuda simbólica que tiene, con sus padres
en este caso, queda sin saldar al no poder transmitirla a los hijos. Esa
ruptura en la cadena generacional tiene su incidencia personal en forma de
cuadro depresivo importante que cursa con insomnio, inapetencia, sentimiento de
culpa y anhedonia.
Finalmente la casa es una
proyección del cuerpo y de lo íntimo, aspecto más moderno y menos presente en
la antigüedad donde la intimidad no era
un valor puesto que el “yo” no existía como tal. Cuando la casa se convirtió en
un espacio privado fue adquiriendo una significación muy ligada a la
singularidad.
Manuela, de 66 años, explica muy apenada que lo que más le duele de dejar
su casa –ahora que la echan- es la vista que tenía desde el comedor. Veía el
colegio donde habían ido sus hijos, y ahora su nieta. Pero más allá de esa
vista, esa ventana era un marco desde el que Manuela “construyó” a lo largo de
mucho tiempo su realidad y refleja todos los recuerdos y vivencias acumulados.
Como ella misma dice “allí se quedará enterrada una parte de mí misma”.
El impacto psicológico
de la pérdida de la casa comporta un sentimiento de desamparo, de indefensión y
una angustia por el futuro que a veces puede provocar actos extremos como el
suicidio o cuadros psicopatológicos graves. Un desahucio despierta además en el
sujeto un afecto de rabia y un sentimiento de injusticia que nos confronta con
el ejercicio de una violencia, legal pero inhumana.
Miguel, transportista en
paro desde el inicio de la crisis, separado y con un hijo de 15 años a cargo,
lo expresa de manera clara cuando, tras una tentativa de suicidio, nos cuenta
su sensación de parecer un inútil, alguien que no ha hecho nada bien, incapaz
de encontrar trabajo y dar un buen ejemplo a su hijo. La pérdida inminente de
la casa ha reavivado para él otras pérdidas anteriores, algunas escasamente
elaboradas como fue la muerte de su padre hace unos años, coincidiendo además
con su proceso de separación. “En ese momento me olvide de todo, empecé a
trabajar como un loco, aceptaba todos los encargos y durante los años del
ladrillo sólo pensaba en hacer, hacer y hacer”. Compró una vivienda nueva y
desde hace un año tiene consigo a su hijo, adolescente desorientado y enfadado
con todos –incluido él mismo- que ya no
puede vivir con la madre y su nueva pareja. Miguel lleva 5 años sin trabajo,
tuvo que malvender el camión y ahora perderá la casa por no poder hacer frente
a la hipoteca “¿Cómo le meto yo la
bronca al chaval cuando se rebota y no quiere ir al instituto si yo mismo he
‘suspendido’ la asignatura más importante de mi vida? Tengo miedo que más que
una ayuda sea una carga para él porque ¿Quién quiere contratar a un hombre de
48 años? Por eso a veces pienso que lo mejor es que me quite de en medio”.
Cada caso, en su
diferencia, nos indica cómo el sentimiento de culpa, asociado al fracaso de una
expectativa, desencadena la idea recurrente del fantasma de inutilidad, de
pérdida de la confianza en sí mismo, autoreproches acerca de su valía. La
pérdida de control sobre la propia vida, no saber qué pasará en un término
corto y cómo resolver ese imprevisto está muy presente, así como las ideaciones
de padecer enfermedades mortales e incluso ideas autolíticas. La angustia no es
sino la manifestación de la pérdida del mapa subjetivo, de las coordenadas que
definen nuestro lazo al otro, lo que creemos ser para el partenaire, los
amigos, la familia.
No se trata de
establecer una relación automática entre el desahucio y suicidio, ya que una
decisión extrema como quitarse la vida es algo que siempre obedece a causas
diversas y no siempre comprensibles, ni para el propio sujeto ni para su
entorno. Pero es evidente que la exposición a situaciones de desamparo es un
factor de alto riesgo, como lo prueba el hecho de que en muchos sujetos la
perdida de la casa suele ser uno de los primeros pasos de un proceso de
desinserción social, con pérdida de vínculos laborales, familiares y sociales
que pueden provocar un estado de indigencia y aislamiento social. Esta
vulnerabilidad se hace hoy muy presente también en niños y adolescentes.
Cada nuevo episodio de
desahucio nos recuerda que quebrar los mecanismos de solidaridad colectiva, los
pilares del estado del bienestar (salud, educación, vivienda y trabajo digno) no
es sin un precio alto. Saltar al vacío empieza a ser la única salida para
muchos sujetos que sienten que han sido dejados caer por aquellos que deberían
protegerles. Sujetos que se sienten ellos mismos desahuciados.
Hombres sin atributos
Para muchos varones la crisis actual ha supuesto la pérdida de su rol de
sustentadores principales de la familia y los ha confrontado a diversos
interrogantes sobre su condición de homo
faber, que ha dejado de controlar su entorno al verse privado de su capital
principal. Datos recientes confirman el
aumento de cuadros depresivos, ansiedad y consumo de alcohol en hombres de
mediana edad, carentes de la salud que Freud atribuía a la “capacidad de amar y
trabajar”.
En sus
testimonios se hacen presentes los sentimientos de soledad, de impotencia y
frustración (“todo aquello que hemos hecho no ha servido de nada”), problemas
de salud asociados, crisis en las relaciones de pareja y el sentimiento de
sentirse desautorizados como padres a causa de su improductividad.
“En la sociedad de consumidores nadie puede convertirse en sujeto sin antes
convertirse en producto, y nadie puede preservar su carácter de sujeto si no se
ocupa de resucitar, revivir y realimentar a perpetuidad en sí mismo cualidades
y habilidades que se exigen a todo producto de consumo”. Esta afirmación del
sociólogo Z. Bauman explica muy bien esta nueva violencia a la que se ve
sometido el cuerpo y el sujeto, que exige convertirse en un producto.
Este
sentimiento de inutilidad, que vemos en muchos de estos hombres, nos confirma que hoy la obsolencia programada no afecta
sólo a los objetos, también a las personas que son evacuadas como desperdicios,
resto que queda afuera del sistema productivo.
En el régimen
patriarcal era la mujer la que quedaba más objetalizada, en la escena sexual y
en otros ámbitos de la vida. Ahora la crisis acelera la inversión de roles y
torna problemático el papel del hombre. Para algunos esto tiene una lectura en
clave de poder: “ellas quieren mandar”.
Este declive de
la masculinidad corre paralelo al declive de la imagen social y tradicional del
padre lo que obliga a revisitar ambas. Si el “seguro fálico” pasaba por su
aportación económica, ahora emergen las dificultades en la convivencia de
pareja puesto que sienten que no tienen “nada que ofrecer”. Surge entonces un
sentimiento de infantilización: “nos tratan como niños y supervisan todo lo que
hacemos mal en casa y con los hijos”. La regresión que este desplazamiento
comporta, en ocasiones puede ser un factor de reacción agresiva, como reverso
de la impotencia y la desorientación.
No es extraño, por tanto, que la mezcla de indignación, rabia y afecto
depresivo tenga consecuencias tanto en los conflictos de pareja, llegando en
algunos casos extremos al asesinato, como en la convivencia social donde las
propuestas xenófobas ganan terreno. La vulnerabilidad de amplios sectores de la
población deviene así el resorte más eficaz del poder político que hace del
miedo colectivo un factor clave.
Mujeres y madres: solas y ocupadas
Para las mujeres la
crisis tiene una doble vertiente: por un lado, han ganado protagonismo en los
asuntos familiares (sustentadoras principales), por otro eso ha supuesto una mayor presión y una mayor
responsabilidad, sobre todo cuando se acompaña de la soledad en sus vidas y en el
cuidado de los hijos.
La fase de salida de la era del
padre hace que lo femenino tome la delantera a lo viril (Miller). Es una lógica
imparable que ya leemos en innumerables signos políticos, sociales y
relacionales. Ese estilo que no oculta la falta ni vela de igual manera los vacíos
llenándolos de objetos y bienes, parece avenirse mejor a los nuevos tiempos. Esta
lógica de lo femenino, más próxima, se las arregla mejor con las paradojas e
incertidumbres de nuestra época.
Ese futuro femenino -ya
presente- tiene un precio: la soledad de muchas mujeres (familias
monomarentales) y el aumento de la angustia que comporta a veces. Las
dificultades con la pareja son también efecto de este reajuste al igual que el
temor a no dar la talla en la crianza de los hijos cuando los apoyos son
escasos. El descenso de la tasa de fecundidad femenina, desde la crisis, tampoco
es ajeno a estos factores.
Sus cuerpos hablan de
maneras diversas, desde las activistas del Femen que lo muestran para
reivindicar sus derechos, hasta las mujeres aquejadas de fibromialgia o fatiga
crónica que inscriben de esta manera en el cuerpo la angustia por la
incertidumbre y la culpa por tomar ese protagonismo. El aumento de las crisis
de ansiedad habla también del peso en el cuerpo de ese nuevo rol que las
confronta a sus parejas, a sus padres y a sus hijos.
Los nuevos lenguajes de la crisis
Lo Real, decía Lacan, es
aquello que está fuera del sentido, pero que al mismo tiempo ejerce como causa
de nuestros actos. La pobreza, la violencia, los suicidios, son manifestaciones
reales de las vidas en crisis. Es por ello que estamos conminados a inventar
ficciones que les otorguen algún tipo de significación. Un suicidio, p.e., es
un acto que no se presenta de entrada como comprensible aunque enseguida
busquemos la carta del suicida o una explicación, en clave psicológica o sociológica.
Nombrar todo eso que nos
inquieta exige encontrar la buena manera de hacerlo, el bien decir que, sin
agotar la explicación, nos oriente en la comprensión y en el abordaje de esas
cuestiones. La manera de hablar de ese real no es baladí porque sabemos del
poder de la palabra, nuestro pensamiento y nuestra acción se verán
condicionados por esa nominación.
El término mismo de
“nueva pobreza” responde al paradigma 2.0 que no hace sino enmascarar, bajo la
idealización de lo nuevo, lo que se repite. Parece referirse al hecho de que
amplios sectores sociales, que hasta ahora disponían de recursos de
subsistencia y de un bienestar material por encima del umbral de la pobreza,
ahora han cruzado esa frontera y son calificados como pobres. En cierto modo es así pero lo erróneo sería
pensar que esto es una novedad, efecto de la crisis financiera y económica que
se inició en el 2008. Si tomamos la pobreza no como un estado sino como un
proceso, comprenderemos que lo que está pasando ahora es más profundo y
estructural que el efecto de una crisis cíclica.
No vincularla a las
derivas del capitalismo especulativo (Piketty) tiene el riesgo de considerarla
como una calamidad o una enfermedad, algo inevitable y connotado muy
negativamente. Este discurso de la pobreza como una disfunción social que
habría que corregir con medidas asistenciales la caracteriza como un estado
individual, definido por una carencia material y en cierto modo natural en
algunos sectores considerados marginales y desvalorizados en cuanto a sus
posibilidades de mejora. Es una tesis clásica del neoliberalismo que piensa a
las personas como causa sui, agentes
exclusivos de su propio destino. Lo vimos en la crisis del Ébola, donde una
mala gestión político-institucional se “resuelve” identificando una culpable
como causante de su propia desgracia.
La lista de eufemismos
con que hoy se nombra ese real es larga: “sujetos con dinámica de recuperación
de alimentos” o “con dinámica de recuperación de materiales desechables” para
referirse a los que recogen comida en los contenedores o a los chatarreros. “Persona
o familia con inestabilidad domiciliaria” los que no pueden conseguir un
domicilio estable por desahucio o falta de recursos. Tradicionalmente los llamábamos
pobres por entender que se trataba de personas carentes de recursos para su
subsistencia.
Eso sin olvidar el ingenio de algunos políticos que a la emigración forzada
de muchos jóvenes le llaman “movilidad exterior" u ordenan a sus funcionarios que omitan la palabra
“desahucio” por “otras menos contundentes” para evitar "inquietar a los
ciudadanos utilizando esos términos". A bajar el sueldo le llaman
“devaluación competitiva de los salarios”, al copago “tique moderador”, a la
subida de impuestos “recargo temporal de solidaridad”, al despido colectivo
“ERE” o usan antífrasis como “crecimiento negativo”.
Poner el énfasis, en este nuevo lenguaje, en las
conductas de las personas afectadas más que en la lógica colectiva, muestra las
dificultades de una sociedad para hacerse cargo de sus propios desechos, de eso
que ella produce en su back door como
residuo no reciclable por un sistema que “se ha vuelto hostil a la vida”
(Sennett) y que Lacan describió como
contrario al amor por el hecho de que no deja ningún margen para la falta, que
todo en él –incluidos los residuos y las personas como objetos consumibles-
aparecen como reciclados en una entropía voraz e infinita. Hoy la diferencia
entre producto y desecho se difumina y por eso hablamos de tele basura o de
contrato basura.
Frente a esta corrupción del lenguaje hay ya iniciativas en marcha, algunas
orientadas por el psicoanálisis, que proponen devolver la dignidad a estas
personas dándoles la palabra individualmente y en grupo. Fórmula que se opone,
además, al mutismo que comporta la creciente medicalización de la vida
cotidiana como “solución” universal para tapar la angustia.