La Vanguardia, 21 de abril de 2017
La muerte forma parte de la vida. Tanto es así que sin ella, la vida no
tendría sentido. Es el final lo que resignifica todo lo anterior. De allí que
las necrológicas sean siempre un balance de lo logrado y también de lo errado o
dejado pendiente.
Sin embargo, cuando la muerte llega antes de lo previsto aparece como algo
sin sentido. Un accidente, un atentado, una catástrofe o simplemente una
enfermedad, precoz para la edad, son finales bruscos para los que nunca estamos
preparados, aunque algunos podamos anticiparlos (procesos patológicos
terminales).
Solo nos queda hacer el duelo por eso que ya no está. Por la persona
querida que hemos perdido pero, sobre todo, por lo que nosotros éramos para
ella y que ya nunca volveremos a ser. Ese es el verdadero duelo que nos cuesta
hacer. Si hasta entonces, en vida del fallecido, éramos su apoyo, su
confidente, su alumno preferido, su pareja fiel o su hija siempre atenta, ahora
se nos abre un vacío en el que ya nos somos eso para él o para ella.
Tenemos que ir poco a poco tejiendo una historia que de algún sentido a lo
sucedido y que nos permita poner, en su lugar, otra cosa u otra persona. Una
manera de tejer esa historia es escribir, poner palabras y sonidos a ese vacío
silencioso. Muchos escritores han optado por hacer el duelo a través de una
obra que, en ocasiones, ha pasado a ser una joya literaria.
Miguel Hernández lo hizo en su “Elegía”, recordando a su amigo Ramón Sijé
(seudónimo artístico de José Ramón
Marín Gutiérrez) “con quien tanto quería”. Amigo fallecido en sólo 10 días a causa de una
septicemia. “No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura
y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida”.
Fernando Savater recordaba recientemente la muerte de su mujer declarando
que escribía para que ella lo leyera. “Escribía para que me
quisiera más.Ahora que ya no está, no quiero seguir escribiendo". A pesar
de ello Savater terminó Aquí viven leones incluyendo la dedicatoria "Para Sara, con amor eterno".
La madre de
Albert Cohen, enferma del corazón, murió en Marsella bajo la ocupación nazi.
Su muerte supuso un golpe del que nunca consiguió reponerse. Tardó 10 años en
concluir “El libro de mi
madre”, una hermosa
historia de amor dedicada su madre. “Nuestros dolores son una isla desierta”,
escribió Cohen. “Cada hombre está solo y a nadie le importa nadie. No es razón
para consolarse, esta noche, entre los ruidos postreros de la calle,
consolarse, esta noche, con palabras […] nada me devolverá a mi madre, nada me
devolverá a la que respondía al nombre de mamá, a la que respondía siempre y
acudía tan aprisa al dulce nombre de mamá”.
Roland Barthes comenzó su diario al día siguiente de la
muerte de su madre, el 26 de octubre de 1977 y lo prosiguió hasta finales del
1979. Unas veces lo escribía con tinta, otras con lápiz, pero siempre sobre
trozos de papel que él mismo cortaba y disponía sobre su escritorio.
Alba Ceres, joven poetisa alicantina, dedica su reciente libro
“Luciérnaga” a su madre, fallecida de cáncer. Todo el poemario es un
tratamiento literario de ese real que advino para ella y para su familia como
un suceso imprevisto. “Tu mano es un nido antes de morir - será - cuando
alrededor de mi mano dejes mucho espacio - ¿un vuelo?”. Alba, como otros
escritores, fuerza el lenguaje para encontrar las palabras que darían sentido a
ese hecho. Lo que consigue es transmitir algo de su desconcierto y del dolor
mediante las metáforas que crea, dejando siempre a cielo abierto la herida que
lo causa.
Claro que no hace falta ser un escritor para tejer ese velo que nos ayude a
bordear el vacío de la pérdida. Cualquiera puede, con sus recursos, encontrar
las palabras que con el tiempo logren inscribir esa pérdida en su propio
inconsciente. A veces nos ayudan también los sueños, los rituales o las
actividades que creamos, de manera artística o artesana. Todo ello implica un
esfuerzo de poesía para bien decir lo
que nunca tuvo sentido, pero sin embargo sucedió.