En busca de la identidad perdida
La Vanguardia. Dossier
Culturas. Sábado 25 de febrero de 2017
Tenemos pues un nuevo par, un binomio que ya no pasa por
el Ideal-sujeto sino por el sujeto y sus objetos de satisfacción. De allí que
la incidencia del liderazgo, y de la masa sustentada en él, haya cambiado
radicalmente. Ya no construimos nuestra identidad a partir de esos
significantes que nos representaban colectivamente en base a ideales
religiosos, culturales o políticos. Cada vez nos presentamos menos en sociedad
como comunistas, católicos o melómanos. Más bien nos inclinamos por otras
etiquetas “más actuales”: hiperactivos, bipolares, hipsters, LGTBI. Nuestras
referencias colectivas se apoyan más en el modo de satisfacción, un rasgo
compartido con otros y relativo a nuestra sexualidad, manejo del cuerpo o
expresión emocional.
Ahora la palabra clave, el significante amo que nos
gobierna, no es otro que el goce mismo, la manera en que nos satisfacemos y eso
hace que esa identidad, con la que cubrimos el vacío propio del ser humano,
entre en crisis más fácilmente. La identidad, en realidad, resulta ser lo más
frágil de un sujeto, si la consideramos en su sentido consciente, es decir,
aquello que uno dice ser o cree ser.
Por ello recurrimos a todas las fórmulas existentes y nos
agarramos a aquellas definiciones prèt-à-porter
para obtener ese lugar que todos queremos. Incluso aunque esa definición sea
negativa y aparezca como un trastorno padecido (TDAH, Trastorno Bipolar,
Autismo). Las clasificaciones médicas, lo que Foucault teorizó como la biopolítica,
procura a no pocos sujetos
etiquetas psicopatológicas por las que hacerse representar.
etiquetas psicopatológicas por las que hacerse representar.
La política, por su parte, se presenta también como una
referencia para muchos grupos que hacen de la identidad su bandera nacional o
religiosa. Al igual que la vivencia de la sexualidad, que no deja de ofrecer
posibilidades identitarias a la carta, recogiendo todas las modalidades de goce
sexual, incluidas las asexuales. Todo ello sin olvidar las marcas y los objetos
de consumo, que identifican a los sujetos incluyéndolos en comunidades de goce
cada vez más globales.
Esa diversidad, presente en la masa contemporánea,
cohabita también con un cierto empuje a la homogeneización de esos modos de
goce. Lo vemos claramente en las propuestas xenófobas y fundamentalistas y
también en escenas como la del bullying.
En todas ellas se castiga en el otro la diferencia a la hora de satisfacerse:
los infieles son los que no siguen los mismos patrones sexuales, familiares o
–como en el acoso- no siguen los cánones estéticos (marcas, obesidad,..) o los
estilos de vida popus.
Jacques Lacan nos advirtió ya, en los años 70, de los
efectos de segregación que veríamos a medida que esas masas, separadas por las
fronteras, fueran acercándose cada vez más, como sucede en la globalización.
Hoy lo global es esa marca de goce que hace que pasear por cualquier ciudad del
mundo sea ver las mismas propuestas para comer, vestirse o divertirse.
Las crisis identitarias que han comportado todos estos cambios se traducen en situaciones de urgencias subjetivas que constatamos en los servicios de salud, en las escuelas, las familias y en la sociedad misma. Sujetos un tanto desorientados que buscan una referencia y la encuentran, como decíamos antes, en el verdadero significante amo que da hoy consistencia y comanda al sujeto: el goce es el amo mismo. Él es el verdadero secreto de la masa, el cemento que asegura su lazo social y lidera nuestros pasos.
Leer dossier completo: