La Vanguardia, sábado 21 de octubre de 2017
Hoy en España el 50% de los
menores navegan habitualmente por Internet y el 95% de los mayores de 15 años
tienen un smartphone que usan entre tres y cuatro horas al día (una cuarta
parte más de seis horas).
El uso es variado: para vincularse,
mostrar sus creaciones e imágenes, recabar información, jugar. Sin olvidar las
apuesta online que han aumentado exponencialmente (14-25 años) por su facilidad
de acceso, anonimato y recompensa inmediata, amen del marketing agresivo y
vinculado a ídolos deportivos.También las violencias encuentran su lugar, en
especial el ciberbullying que ha aumentado en la última década.
¿Cuál es el único lugar donde un
adolescente no se lleva casi nunca el móvil?
Parece que a la oreja porque,
según informaba The Guardian, un 25% de los adolescentes dueños de smartphone
nunca han realizado una sola llamada.
Estos datos nos indican que se
trata de una nueva realidad, que se sobrepone a la realidad social clásica, la
presencial o analógica. Una realidad virtual que cada uno usa a su manera y
cuyas implicaciones subjetivas son variadas. El 70% de los adolescentes dice
que si no puede conectarse lo pasa mal y los padres cada vez consultan más por
las broncas que dicen tener con los hijos a la hora de negociar el uso del
móvil. Padres que, por cierto, en un 80% no tienen la menor idea de los
contenidos que visitan.
La realidad virtual es hoy, pues, un lugar donde buscan respuestas a sus
interrogantes varios y sobre todo tratan de encontrar una inscripción que los
identifique. Un lugar real donde hacerse visibles y a través de sus likes, sus
amigos y sus preferencias evitar el pánico de lo que se llama el missing out, aquel que está desaparecido
por carecer de inscripción en el Otro digital.
En Internet se mira y se goza mirando, pero también uno se da a ver y se
hace mirar, esperando no pasar desapercibido, lo que supondría ser un friki o
un marginado.
¿Qué papel jugamos los adultos en esta nueva
realidad? ¿Seguimos siendo interlocutores válidos para ellos? ¿O hemos dado un
paso al lado? Tradicionalmente se entendía el desamparo cuando alguien, que
necesita ser amparado por su vulnerabilidad, queda abandonado a su suerte. En
el caso de la infancia lo vemos cuando algunos padres privan a sus hijos de los
cuidados básicos que asegurarían su subsistencia, su formación o su salud. A
veces por omisión y otras por exceso bajo la forma de violencia, abusos.
Hoy los niños/as reciben, incluso en las familias
más desfavorecidas, todo tipo de gadgets (móvil, tablets, vídeoconsolas). La
mayoría de veces son ellos mismos quienes aprenden a manejarlos por su cuenta o
con ayuda de otros niños o hermanos.
La ONU sitúa (2015) a los adolescentes como los
mayores consumidores de porno online y en nuestro país un canal de YouTube, con
más de 100.000 seguidores (niños/as de 7-12 años), ofrecía imágenes porno sin
que nadie, ni los suscriptores infantiles ni sus padres, hubieran alertado del
hecho.
Todo ello pone de manifiesto que están un poco solos
con sus objetos en permanente conexión. Y como parece seguro que lo digital ha
venido para quedarse y constituye un elemento central en la vida de la infancia
del siglo XXI, como herramienta de aprendizaje, de conexión social y de
satisfacción, amen de sus riesgos, deberíamos plantearnos si dejarlos tan solos
y desconectarnos del uso que hacen, no es hoy una nueva forma de abandono y
desamparo en nuestra era digital.