Ruptura, alejamiento, factura, tensión, inquietud, fractura,
angustia…son algunas de las palabras que cada uno y cada una elige para tratar
de bordear el abismo al que parece - cada día más evidente- que nos vemos
abocados. Si nos guiamos por la ética de las consecuencias, más que por la de
las buenas intenciones, debemos exigir responsabilidades. Que aquellos que
gobiernan respondan de las consecuencias de sus actos es un imperativo
democrático.
La responsabilidad aquí es amplia y diversa si bien no es
simétrica ni equivalente. Lo propositivo, más o menos razonable, y el rechazo
puro no tiene el mismo estatuto. Además, los que más poder y fuerza tienen
deben explicar por qué no usaron el primero y sí en cambio abusaron de la segunda.
Por qué
su sordera y su inmovilismo durante mucho tiempo, nada inocente, ha terminado
por desvelar su lado más feroz y autoritario, recuerdo de épocas oscuras de
nuestra historia. ¿Era esto lo que ocultaba su silencio y su “no hacer”, la
voluntad firme de aplastar y callar al otro?
El pretexto de la ley, una ley válida pero insuficiente y
que en ningún caso puede sacralizarse en una sociedad laica y en un estado de
derecho, no es aceptable. Todos los que vivimos la transición sabemos que esa
Constitución fue una formación de compromiso (definición freudiana del síntoma)
entre los restos, muy vivos, del franquismo y aquellos –jóvenes y mayores- que
aspirábamos a otra sociedad y a otra convivencia. Como síntoma, un día u otro lo
reprimido de ese acuerdo retornaría para recordárnoslo y obligarnos a
revisarlo.
El 15 M, que obligó al anterior rey (símbolo mayor de ese
proceso de transición) a abdicar, fue la fecha clave de ese retorno, emergente
rechazado por la derecha y hay que recordarlo (la amnesia funciona), sin
distinción de colores y banderas. ¿Por qué no se escuchó en ese momento lo que
clamaba en la indignación expresada, y se leyó sólo como un efecto de la crisis
económica? ¿Por qué el éxito de movimientos como la PAH no se quiso interpretar
como un signo del desalojo de los sujetos, no sólo de su casa hipotecada, sino
de una sociedad cada vez más desigual y excluyente?
En su lugar, lo que era un verdadero síntoma –también en
Catalunya- se leyó, por parte de muchos
(no todos, claro) como un simple trastorno del sistema financiero o en algunos
casos, muestra de su catadaura moral, como
un trastorno de la ambición de los
que querían tener una mejor vida (una buena parte inmigrantes). En
psicoanálisis sabemos que los trastornos se eliminan –porque no se les supone
sujeto alguno- mientras que el síntoma llama siempre a su interpretación.
Parte del crecimiento del independentismo en Catalunya,
sobre todo entre las generaciones jóvenes, tiene que ver con ese retorno que ha
tomado la forma del “Síntoma Catalunya” y la bandera del movimiento independentista.
El Síntoma Catalunya no es un asunto interno, una deria (manía) de los catalanes, es algo que nos concierne a todos
los que, como españoles, acordamos unas reglas de convivencia hace 40 años y
que ya no sirven para preservarla.
Por eso, creo, que la responsabilidad de los gobernantes
catalanes es no haber querido entender este marco de discusión y creer que
solos podían desembarazarse del síntoma. Si unos dilataron el tiempo mostrando
así, al modo obsesivo, su rechazo al deseo (de cambio) del otro, otros lo
forzaron para precipitar una salida, ignorando una parte importante del todo al
que debían representar. Tomando una parte por el todo forzaron también las
voluntades.
El pueblo catalán tiene muchas voces y hasta la fecha
ninguna mayoría clara para apoyar una decisión unilateral. Tampoco la comunidad
internacional dio nunca signos claros de apoyo. Sumarse a la denuncia de los
abusos policiales o la vulneración de libertades básicas, es una obligación de
todos los que defendemos un verdadero estado de derecho pero en ningún caso
avala una opción de ruptura unilateral. Las declaraciones recurrentes de la
líder de los comunes, Ada Colau, o del líder nacional de Podemos, Pablo
Iglesias, han dejado muy claro esa diferencia. Instrumentalizar ese apoyo es
una responsabilidad de los que lo hacen, contribuyendo así a una falsa salida.
¿No sería mejor apelar al consenso mayoritario sobre aquello
que todos, los que apostamos por una convivencia y respeto de la diversidad,
anhelamos? ¿No supone eso ceder en proyectos, inviables en este momento, y
tejer redes para defender lo más básico, que es vivir juntos y en paz? Darse un
tiempo para comprender el alcance y posibilidades de nuestros deseos no siempre
es un ejercicio de procastinación, a veces es signo de aceptar los límites y el
tiempo que necesitamos para concluir juntos.
Un acto ayuda a precipitar la salida y sacarnos de los
impasses de nuestra inhibición o rumiación eterna y estéril, pero cuando toma
la forma de un pasaje al acto, un salto al vacío, puede conducir a lo peor.