martes, 3 de julio de 2018

¿Qué funciona en la educación: mejoran los programas conductuales las actitudes y los resultados de los alumnos?






Debate en la Fundació Bofill. 22 mayo de 2018
Intervención de José R. Ubieto.
Psicólogo clínico y psicoanalista. Profesor de la UOC. Autor de “TDAH. Hablar con el cuerpo”, “Bullying. Una falsa salida para los adolescentes” (ed.) y “Niñ@s Híper” (con Marino Pérez-Álvarez).






Leer los trastornos de conducta exige, de entrada, explicitar el marco donde se encuadran porque desde los conceptos y palabras con los que los definimos hasta sus coordenadas básicas (etiología, comorbilidad, incidencia social) ya determinan esa lectura.
Los metanálisis mostrados[1] derivan de una concepción de las problemáticas conductuales derivada del marco DSM como referencia teórica (e ideológica) que aunque se plantee como aséptica y ateórica, no lo es en absoluto.
En el DSM estas problemáticas conductuales tienen nombre propio: TDAH (impulsividad), TOD (desafío, confrontación), TC (violencias varias) y conllevan ya un programa de actuación muy definido y que incluye la psiquiatrización y psicologización con, en muchos casos, una posterior medicalización e incluso una judicialización de esas conductas (TC).
El problema de optar por este marco es que deja de lado otras “problemáticas conductuales” muy importantes, aunque a veces sean más discretas: parasitismo (adicciones), inhibición (fracaso escolar, aislamientos voluntarios) o estados melancólicos y desvitalizados (depresión, suicidio, autolesiones).
Es relevante que en una gran mayoría de los casos de masacres escolares, protagonizados por adolescentes “discretos”, donde no había registros anteriores de “problemáticas conductuales” explicitas, lo que sí se constata son
fenómenos de aislamiento en sus habitaciones, dificultades graves en el estado de ánimo, episodios de acoso escolar . La mayoría de estos casos, además, terminan con un suicidio del agresor.
La primera conclusión sería, entonces, que no debemos guiarnos sólo por las manifestaciones de  conductas perturbadoras explicitas y tomar en cuenta que el sufrimiento psíquico tiene otras muchas formas de expresión, aunque algunas muestren signos muy discretos, pero no por ello menos graves.
La segunda idea que quería proponer para el debate es que para entender la eclosión de estas conductas, algunas en auge claro, hay que tomar en cuenta que el Otro, el partner de estos adolescentes somos los adultos y las instituciones que nosotros sostenemos (escuela, familia, instituciones políticas y comunitarias) para regular la pulsión autodestructiva que Freud situaba en el corazón del ser hablante.
Por tanto, la deriva que toman estas instituciones no es ajena, por la incidencia importante que tienen en ellos, en las formas de esas violencias. Las dificultades y precariedades de los profesionales y de las familias son un factor clave en la génesis de esas violencias. En una sociedad líquida, e incluso gasosa, como la nuestra, donde los marcos simbólicos ya no son lo que eran, es inevitable que nuestra capacidad de interlocución se resienta y la respuesta tome formas violentas.
Les daré dos ejemplos de mi práctica. Cuando la interlocución con el otro se rige por protocolos rígidos o por el uso de etiquetas, de manera masiva, a modo de falsos nombres del sujeto, éste capta rápidamente que se lo reduce a una cifra, un código de barras donde su singularidad queda forcluida. El rechazo, bajo formas diversas (boicot, ausencia, resistencia e incluso agresión), se hace entonces presente como la respuesta habitual.
El otro ejemplo se refiere a las dinámicas institucionales marcadas por la confusión entre el management y el trabajo con personas.  Cuando los equipos educativos, sanitarios o sociales se organizan a partir de métodos empresariales y se priorizan por tanto aspectos de eficacia “objetivables” según modelos ajenos a la naturaleza del objeto de trabajo (las personas), lo habitual es que la violencia surja en los propios equipos desestructurados y en sus miembros. Y lo hace de formas diversas: bajas por depresión o somatizaciones, excesiva movilidad, desmotivación por la tarea.

¿Cómo abordar estas problemáticas?
Todas las iniciativas que hemos llevado a cabo donde el énfasis ha estado puesto en la invención y no en el déficit han generado intercambios positivos entre profesionales, familias y adolescentes capaces de atemperar esa pulsión autodestructiva, capacitando a todos en el abordaje de sus propias dificultades.
Las respuestas exclusivamente punitivas, y especialmente aquellas que segregan y excluyen a los alumnos, sólo fomentan el odio entre ellos y la ruptura de los vínculos (abandonos).
El éxito de las intervenciones requiere que la singularidad de cada alumno y alumna se recoja con suficiente detalle, que cada uno sienta que sus dificultades son escuchadas y tratadas sin volcarse en el grupo de manera anónima. Es por eso que los programas más efectivos son aquellos focalizados en sujetos o pequeños grupos.
La estrategia de intervención más exitosa es aquella que prioriza la conversación como instrumento de interacción que supone la participación e implicación de todos y todas, descartando modelos de interacción unívoca, en las que “el experto” decide por todos.
Otro dato destacable es la continuidad de las intervenciones como un factor necesario para la consecución de objetivos y de impacto estable. La adolescencia es un tránsito pero no es un pasaje corto ni rápido. A veces, incluso, puede eternizarse. Todas las evidencias de trabajo en esta etapa constatan que la incidencia educativa solo se consigue si el acompañamiento se alarga un tiempo mínimo, que en ningún caso puede ser inferior a un año y lo deseable es entre 2 y 3.
Finalmente se destaca como el trabajo cooperativo en cualquiera de sus prácticas (trabajo en red, grupos de discusión, grupos operativos por proyectos,..) mejora también los resultados al basarse en dos principios éticos irrenunciables: la participación y la co-responsabilidad. En el caso del acoso escolar sabemos que sólo así es posible abordar un problema que ya de entrada se define por “ser de todos” y no sólo de aquellos que lo protagonizan en primera persona.

Para resumirlo en 3 palabras: una intervención Global, Singular y Continua.
Global quiere decir que hay que analizar el problema en todas sus dimensiones (educativa, familiar, social, psicológica) y no como una conducta aislada del contexto. Y al mismo tiempo proponer una intervención basada en la participación y co-responsabilidad de toda la comunidad educativa
Singular porque todo nos indica que el abordaje más efectivo es aquel que se centra, y toma en cuenta sus causas particulares, en los alumnos/as directamente implicados. Para ello implementa estrategias de conversación individuales o en pequeños grupos.
Continua porque no hay cambios significativos que no exijan un tiempo mínimo para crear los vínculos y permitir la sidas y venidas, los avances y los impasses, los éxitos y los fracasos. Esa pulsación es característica de la adolescencia e ignorarla nos confronta a la impotencia y por tanto al rechazo.



[1] Miquel Àngel Alegre. ¿Mejoran los programas conductuales las actitudes y los resultados de los alumnos?

http://www.fbofill.cat/publicacions/mejoran-los-programas-conductuales-las-actitudes-y-los-resultados-de-los-alumnos