jueves, 22 de diciembre de 2011

¿Psicoterapia o autoayuda online?



LA VANGUARDIA. Tendencias, 23 de Diciembre de 2011
José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

Las redes sociales (Facebook, Twitter) son hoy el paradigma de un tipo de lazo –terapias “online” incluidas- donde el cuerpo se escabulle produciendo una pseudo intimidad y de paso un ahorro del compromiso. Se puede decir cualquier cosa sin hacerse responsable de ello y por eso esta conversación virtual está llena de llamadas “perdidas”, citas que no llegan a término o finalizan pronto con decepción.

Siguen la lógica de lo efímero, rasgo típico de la nueva sociedad de la información y de sus tecnologías: lo que hoy parece un boom, mañana caduca sin apenas huella. El universo virtual prima, además, el presente expandido, abolición del pasado y del futuro, como si fuera posible un sujeto sin marcas y sin historia.

¿Quién es, pues, nuestro auténtico partenaire en este “encuentro”? Podemos estar seguros que no es un verdadero otro, alguien distinto (terapeuta o partenaire sexual), sino nosotros mismos y por eso parece más un monólogo narcisista que no un diálogo con su dialéctica propia.

Cuando uno se dirige a un terapeuta mediante la palabra, se pone en juego el resorte del trabajo psicoanalítico, lo que Freud llamó transferencia, vínculo que no puede darse “in absentia o in efigie”. Por eso, cuando se trata del malestar psíquico, el cara a cara, la presencia real del otro, no es sustituible por ninguna tecnología, si bien ésta puede resultar útil para otros intercambios.

Los efectos del encuentro real, que va precedido de una cita, donde hay que poner el cuerpo, además de la mirada y la voz, y situarse frente a otro que no es un avatar, son radicalmente distintos. En el zapping online ese otro es regulable a medida - uno puede conectarse y desconectarse- y los silencios y actos fallidos (lapsus, olvidos), valiosos clínicamente por lo que “dicen”: perplejidad, angustia o sorpresa, se eclipsan en el ciberespacio.

domingo, 27 de noviembre de 2011

¿Por qué nuestra época se resiste a Freud?


LA VANGUARDIA, Cultura / Domingo, 27 de noviembre de 2011


José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

La pasión de algunos intelectuales y profesores universitarios por “enterrar” a Freud no deja de ser un síntoma del malestar en la cultura. Dosieres temáticos en magazines de amplia difusión o panfletos, disfrazados de ensayos rigurosos, perseveran en hacernos olvidar el legado freudiano. Vana ilusión para la obra de alguien que nos recordó que lo reprimido, eso que no se quiere saber, retorna siempre por mucho empeño que pongamos en ocultarlo.

¿Qué resulta incomodo para el pensamiento actual de la obra de Freud? Por un lado su idea de la subjetividad como algo irrenunciable del ser humano. Para Freud el ser hablante no es dueño absoluto de sus actos ni de sus pensamientos. La dimensión del inconsciente es innegable y palpable en nuestra psicopatología cotidiana (lapsus, olvidos, síntomas).

Esa “otra escena” de nuestro psiquismo nos inquieta porque nos dificulta saber lo que somos, razón por la que algunas personas consultan cuando eso se les vuelve angustiante. Frente a esa incertidumbre, el cientificismo en boga apunta a la extinción de lo subjetivo en nombre de una programación genética o neuronal que dejaría al hombre a merced de su cerebro, único creador de nuestras vidas. Freud piensa al sujeto como responsable de sus dichos y de sus actos y su herencia genética no le exime de las decisiones que toma, no lo hace irresponsable.

La segunda razón del rechazo es su descubrimiento, en el contexto dramático de la primera guerra mundial, de algo que desdice la aspiración a la felicidad. Lo llamó pulsión de muerte y fue la constatación de que el sujeto no siempre quiere su propio bien y que, más allá de sus buenas intenciones, persigue su destrucción de múltiples maneras: guerras, accidentes de tráfico, destrucción del planeta. Hoy esa pulsión sigue la vía privilegiada del empuje a repetir conductas que dan forma a esa sociedad, cada vez más adictiva, en la que vivimos.

domingo, 20 de noviembre de 2011

¿De qué sufren hoy los niños y adolescentes?


LA VANGUARDIA, Tendencias / Viernes, 18 de noviembre de 2011



José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El periodo vital de la infancia y la adolescencia no está exento de padecimientos psíquicos. Sus manifestaciones más importantes giran alrededor de la escuela y de los aprendizajes, principal foco socializador, tanto por lo que se refiere a la adquisición de conocimientos y de hábitos como a la interacción social con sus semejantes.
Es allí donde constatamos cómo los niños sufren cuando son objeto de acoso (bullying) o bien en situaciones de violencia en la relación con los adultos, adoptando a veces las formas de comportamientos perturbadores. La relación que mantienen con el saber y los aprendizajes no siempre resulta fácil y muchas veces constatamos la ausencia de un deseo y de un consentimiento a aprender. La proliferación del denominado TDAH (Trastorno por déficit de atención con hiperactividad), diagnóstico que sirve en muchos casos como cajón de sastre, incluye verdaderas dificultades de atención, vinculadas a conductas hiperactivas, pero también otras situaciones de origen y etiología diferente.

Otros escenarios privilegiados para captar los sufrimientos son las relaciones sociofamiliares y, por supuesto, las vivencias personales donde encontramos manifestaciones diversas: fenómenos de violencia intrafamiliar (maltratos) y de violencia social; agresiones sexuales y conflictos inter-generacionales; reacciones de ansiedad y estados depresivos que condicionan los rendimientos académicos y también la socialización y el desarrollo personal.

Quizás la novedad más radical de este nuevo siglo se refiere a lo que podríamos llamar las “patologías del exceso” vinculadas al consumo y a la relación de dependencia y adicción a los objetos, preferentemente los gadgets (móviles, ordenador, videoconsolas) y los tóxicos (alcohol, cannabis). Resulta frecuente recibir a pacientes jóvenes (16-30 años) que consultan preocupados por los excesos que cometen los fines de semana en las fiestas o salidas con amigos.
Excesos que los angustian y desorientan porque más allá de las “medidas” (¡tantas cervezas, tantos porros, tantas horas..!) no encuentran otra referencia más sólida para nombrar esa satisfacción “líquida”. Incluso en ocasiones presentan lagunas de memoria, producto en parte del efecto tóxico pero también de la ausencia de un relato que de sentido a conductas con un marcado carácter compulsivo, carentes de significación.

Esos excesos, a veces espectaculares y que por ello alarman e inquietan a los adultos, no siempre son sinónimo de placer. En realidad enmascaran fenómenos de angustia e inhibiciones en relación a elecciones que postergan: relaciones de pareja, estudios, carreras profesionales. A las dificultades actuales de la emancipación, algunas objetivas (paro juvenil, dificultad de acceso a una vivienda), se suman las propias de alguien que debe renunciar a la comodidad y seguridad del grupo familiar y asumir un riesgo, personal e intransferible, para verificar si está o no a la altura de las expectativas, las propias y las ajenas.

Obviar ese riesgo, bajo la forma de un exceso frecuente, es una tentación (nada ajena al marketing) que empuja a algunos jóvenes a eternizar ese momento vital en la fiesta colectiva. La trampa es que los riesgos así evitados retornan, como ocurre siempre con lo reprimido, aumentados bajo la forma de malestares psíquicos diversos y/o de las llamadas “conductas de riesgo”, con consecuencias más graves.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Jacques Lacan, un inclasificable


José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

En una de las últimas entrevistas concedidas por Jacques Lacan, éste le señalaba al periodista, pensando en todos los pacientes que había visto pasar por su diván en 40 años de escucha, la inexistencia de ese hombre de la calle al que siempre se alude como supuesto modelo común. Le preguntaba al reportero si ese “hombre promedio”, verdadero constructo de la estadística, sería él mismo, o acaso su conserje o incluso el general De Gaulle.
De esta manera Lacan pretendía mostrar como para el psicoanálisis que él proponía lo importante no era la homogeneización de los sujetos, la supresión de su especificidad, sino el hecho de poder acoger el detalle singular de cada sujeto, lo inclasificable que resiste a ser silenciado por la evaluación, que pretende igualar las subjetividades.
Él, mejor que nadie, fue un buen ejemplo de un sujeto inclasificable. La prueba la tenemos en los intentos diversos de ubicarlo en una casilla o en otra. Para algunos Lacan fue ante todo un teórico, algo excéntrico, amigo de Dalí y los surrealistas. Otros lo proponen en la serie de los pensadores estructuralistas (Levi-Strauss, Althusser, Foucault). Algunos pretenden hacer de él el adalid de la psicoterapia institucional y para otros muchos Lacan fue un defensor del Padre, del Nombre del Padre, como metáfora de acento religioso que promovería cierta nostalgia, en los tiempos que corren, de esa función mítica del padre-garante del orden social y psíquico.

La reciente publicación en Francia de “Vida de Lacan”, obra de Jacques Alain Miller, heredero intelectual y responsable de la edición de su obra, nos ofrece una imagen de Lacan algo diferente. Una versión del psicoanalista en la que acto y ética se imbrican porque la ética es una relación a los valores y sobre todo una relación al valor del goce. La ética de Lacan se opone a la del justo medio y por ello él se separa de Freud y de él mismo. Es un Lacan que no renunció nunca a cuestionar (se) su obra. Fundar la escuela de psicoanálisis fue su manera de trascender la soledad verdadera. La creación, como acto, se opone a la repetición y la rutina. Para ello consintió a su posición subjetiva de ruptura del bando en el que podria estar cómodamente ubicado como analista didacta de su asociación y del que fue excluido por inclasificable.

Este mes de septiembre se cumplen 30 años de su fallecimiento . Su vasta obra y su enseñanza continua han logrado una gran influencia en Francia, donde nació y fundó su Escuela, y en el resto del mundo. La creación en 1992 de la Asociación Mundial de Psicoanálisis, impulsada por Jacques Alain Miller, es una buena muestra de ello. Con cerca de tres mil miembros, la AMP -a la que la ONU ha otorgado el estatuto de Consultante especial- agrupa psicoanalistas de los cinco continentes pertenecientes a diversas escuelas, entre ellas la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis (ELP) en España.

Si hubiera que destacar algo de su legado, vigente y de plena actualidad, sería la importancia que dio a la formación de los psicoanalistas, no reducible a la adquisición de conocimientos ya que requiere, en primer lugar, un análisis personal y el control de su práctica. Lacan está además hoy muy vivo en el uso que se hace, prensa incluida, de algunos de los conceptos que el inventó o desarrolló.

Para mencionar solamente dos: el sujeto y la extimidad. Hablar de sujeto, y destacar la subjetividad como elemento específico del individuo, ser de lenguaje, resulta habitual en ámbitos no psicoanalíticos. Y si bien el término mismo no es originario del psicoanálisis, es verdad que fue Lacan quién lo desarrolló oponiéndolo tanto a los que niegan la dimensión del inconsciente y por tanto piensan que todos nuestros actos son voluntad manifiesta y consciente de nuestro yo, como aquellos otros que abogan –cada vez más- por la extinción de lo subjetivo en nombre de una programación genética o neuronal que dejaría al hombre a merced de su cerebro, único creador de nuestras vidas. La idea de Lacan, plenamente actual, es que el sujeto es responsable de sus dichos y de sus actos y su herencia genética no le exime de las decisiones que toma, no lo hace irresponsable (aquel que no puede responder).

El otro término que hemos tomado prestado de Lacan es el de extimidad. Lo encontramos en blogs de proyectos artísticos, en críticas literarias y textos de opinión. Generalmente se usa como si fuera el reverso de la intimidad y se asemeja al hecho de que hoy lo íntimo ha devenido público. Para Lacan, extimidad tiene otro significado, alude a aquello de lo más íntimo que es irreconocible para el sujeto porque se sitúa en un espacio mental ajeno a su conciencia.

Se trata de otra intimidad más extraña que nos inquieta porque intuimos que tiene algo que ver con nosotros. Hace referencia a la parte de cada uno con la que nuestro yo no se identifica (“no me reconozco en ese acto o en ese dicho”) por parecernos extranjera y sin embargo resulta tan familiar por constituir el núcleo de nuestro ser. Esa dificultad de identificarnos, saber lo que somos, es la razón por la que algunas personas consultan cuando se les vuelve angustiante.

Lo éxtimo es eso que nos empuja a repetir conductas, a veces muy displacenteras, sin ser del todo conscientes y que dan forma a esa sociedad, cada vez más adictiva, en la que vivimos. Lacan dedicó precisamente sus últimos seminarios a entender la manera que tenemos los seres hablantes de habitar y gozar nuestros cuerpos. A responder a cuestiones sobre cómo saber hacer con ese empuje a la repetición de lo mismo, para inventar otras maneras alejadas de la compulsión y del aburrimiento, síntomas tan contemporáneos. Por ello su lectura sigue siendo una referencia y una orientación para muchos de nosotros.

Publicado en La Revista del COPC nº 232, octubre-noviembre 2011

viernes, 29 de julio de 2011

La "justificación" de un asesinato


José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista


De nuevo la violencia nos sacude dramáticamente y nos despierta bajo la forma de la peor de las pesadillas, jóvenes atrapados en una isla huyendo despavoridos de un asesino. De alguien que invoca la cultura y sus creencias para justificar su acto destructivo. No se trata, en este caso, de una violencia por diversión. Como su abogado refirió a la prensa, tras el interrogatorio policial, la cosa era un asunto serio y por eso su defendido Anders Behring Breivik asumió que “era cruel ejecutar esos asesinatos, pero en su opinión esto era necesario". Confirma el tuit que Behring había colgado, parafraseando a Stuart Mill: "una persona con una creencia equivale por su fuerza a cien mil que sólo tienen intereses".

Matar es un acto inmoral que atenta contra nuestros principios y que nos provoca rechazo por lo que tiene de traumático. Pero hay un modo de superar ese límite si nos acogemos a una causa que justifique esos actos y nos libere de la culpa implícita en el asesinato. Las organizaciones sectarias y radicales, a la vez que canalizan la violencia, también la producen a partir de sus discursos autojustificativos. Estos grupos definen un marco normativo con sus propias reglas y su solidaridad, allí donde nuestra sociedad hipermoderna se muestra incapaz. El grupo se presenta a sí mismo como reconfortante ya que ofrece una visión simplificada de las relaciones sociales y de la realidad.

Uno de los rasgos identificatorios más comunes y potentes es la defensa del territorio que identifican como suyo. A partir de esa delimitación topológica se identifican los extranjeros, que quedan más allá de las fronteras, y que se convierten por eso en enemigos a combatir. El uso de la violencia se justifica a partir de la idea que los otros (inmigrantes u otros grupos rivales) tienen lo que yo no tengo porque me lo han robado (poder, mujeres, dinero, trabajo).

Las publicaciones de Behring en Internet denunciando la invasión de Europa por los musulmanes, protegidos por el multiculturalismo y las “violentas organizaciones marxistas”, junto a algunas de sus lecturas favoritas, como El proceso de Kafka o 1984 de Orwell, apuntan a esa visión paranoica de la realidad y a la impotencia de la ley para impartir justicia.

Este noruego de “pura cepa”, como lo presenta la policía, abandonó hace unos años el Partido del Progreso, ultranacionalista y xenófobo, parece que por considerarlo excesivamente débil, y decidió reconstruirse, solo, como un héroe en pos de su "Santo Grial", una sociedad mejor, limpia de toda impureza étnica y de toda corrupción. Un justiciero solitario que, como uno de sus personajes favoritos de TV (Dexter), realiza aquello que la sociedad y sus representantes son incapaces de hacer. Su grito de guerra "Debéis morir, debéis morir todos", dirigido a las futuras generaciones de políticos, es la “misión necesaria” que, en nombre de una patria limpia y pura, justifica sus asesinatos.

miércoles, 27 de julio de 2011

¿Vamos hacia una dictadura de la transparencia?

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista

Escuchar las conversaciones privadas de un hombre público, ver en directo por TV como esposan y trasladan a un detenido, leer los documentos confidenciales entre cancilleres, curiosear en las intimidades de los famosos o localizarlos en tiempo real mediante una web radar (http://www.justspotted.com), todo eso forma parte ya de nuestra cotidianeidad.

Más allá de su legalidad, nos plantea interrogantes sobre este afán de volver todo transparente, anular los secretos, como si la vida o el sujeto mismo debieran (y pudieran) ser transparentes. ¿De donde surge ese empuje que a veces toma la forma de una “servidumbre voluntaria” (Étienne de La Boétie)?

Parece responder a una curiosa mezcla de dos satisfacciones, más o menos conscientes. Por una parte la satisfacción de la mirada que se recrea en el espectáculo mismo de las desgracias del otro, sobre todo si éste ha conocido tiempos mejores. Por otra parte el goce que resulta del juicio moral que castiga al otro por su falta, esa lección de ejemplaridad que algunos gobiernos quieren dar en ocasiones, no es ajena a una cierta satisfacción por la aplicación de la sanción misma. Kant (imperativo moral) con Sade (goce sádico) es la pareja que el psicoanalista Jacques Lacan compuso para mostrar esa doble satisfacción que encontramos en la imposición de la ley y en su reverso, la transgresión forzada.

La exigencia de transparencia se presenta como una reivindicación de la Verdad, reducida a la exactitud de lo dicho o lo visto, cuando en realidad se trata de una exigencia de uniformidad, de allí la obligación de lo “políticamente correcto”. La paradoja es que detrás de ese imperativo de transparencia, muchas veces lo que encontramos es la ilusión de una sociedad panóptica, donde el Ojo absoluto (Wacjman) todo lo vea y todo lo juzgue. Basta ver a políticos y deportistas taparse la boca para mantener una conversación telefónica en lugares públicos.

La realidad psíquica nos muestra, por el contrario, que el sujeto no puede ser transparente y que la mentira y el secreto forman parte de su humanidad misma. Un signo de progreso en los niños pequeños es cuando descubren que sus pensamientos no son transparentes para los padres y adultos. Es entonces cuando la conocida amenaza infantil (“¡pórtate bien que el niño Jesús lo ve todo!”) cae y la mentira aparece como un nuevo recurso en la relación al otro.

Desconocer esa opacidad subjetiva, que la es siempre para uno mismo, en aras de una conformidad con el sentir colectivo, sólo puede conducir a una civilización enferma ya que como declaraba recientemente, a este mismo diario, Pablo Rudomin, neurólogo y premio Príncipe de Asturias “si toda la población llega a ser uniforme, le será mucho más difícil readaptarse”.

La verdad no puede ser un pretexto para instaurar una dictadura de la transparencia, entre otras cosas porque la verdad es siempre mentirosa, aunque sólo sea porque es parcial. Es siempre un medio-decir que oculta que detrás de todos los secretos que revelamos, como ocurre con las matrioskas rusas, sólo hay el vacío. Ese es el último secreto que vela la verdad.

No se trata de reivindicar el oscurantismo pero un cierto pudor es una condición de la convivencia que deberíamos preservar si no queremos vernos fagocitados por ese ojo feroz que todo lo escruta como si la vida fuera un reality show permanente.

lunes, 11 de julio de 2011

¿Son necesarios los líderes para organizarse?

José R. Ubieto. Psicoanalista. Autor de “El trabajo en red”

El movimiento 15-M ha suscitado un amplio debate sobre su futuro, incierto por carecer de un liderazgo al estilo tradicional, encarnado en una o dos personas. Quizás ese sea el error: mirar este movimiento con los ojos de la tradición, que concibe al líder como aquel que encarna los ideales del grupo. Freud ya señaló que el ideal, cuando se encarna, necesariamente se degrada porque ningún ideal resiste la prueba de la realidad y su pureza se corrompe, al menos parcialmente. El objeto amoroso, pasado el momento de su idealización y confrontado a la satisfacción que proporciona, se revela como lo que es: un objeto no exento de impurezas.

Con los líderes ocurre lo mismo y en nuestra época, donde parece que el ideal de consumo comanda nuestras vidas, esa degradación es más rápida. Hoy los ídolos de todo tipo (espirituales, deportivos, artísticos, políticos) son tan efímeros como las nuevas tecnologías en que se aúpan, y tan consumibles como cualquier otro objeto.

Además los liderazgos tradicionales enmascaran una tensión, latente en cualquier grupo: la tensión entre lo Uno (líder) y lo Múltiple (colectivos). La caída del muro de Berlín nos mostró claramente como la desaparición de esos líderes únicos dejó a cielo abierto la multiplicidad que velaba (étnica, política, cultural) con la consecuente fragmentación y conflictividad política que le siguió.

Lo Uno es siempre impotente para integrar lo Múltiple y, a su vez, éste no puede ignorar lo común que hay en lo diverso, si no quiere caer en la atomización y derivar en un funcionamiento autístistico. La idolatría de lo Múltiple encuentra su disfunción en la génesis, a pequeña escala, de múltiples Unos que, a modo de reinos de taifas, reproducen aquello mismo que denunciaban.

El éxito de las nuevas tecnologías nos ha revelado la existencia de un nuevo paradigma en la constitución de los grupos humanos: la red. Internet es sin duda su mayor expresión. La red se ofrece como una tentativa de abordar ese dilema entre lo Uno y lo Múltiple. Horizontal y policéntrica, carece de líderes únicos y ello la hace más dinámica y productiva, más ágil e inventiva, pero también esa falta de referencia puede hacerla estéril y fácilmente manipulable.

El movimiento 15-M se apoya en la funcionalidad de la red. Sus modos organizativos (comisiones, asambleas, comunicaciones, tecnologías) reivindican lo Múltiple y diverso como valores compartidos. Ese es el principio creativo y fundacional de toda red pero para mantenerse y consolidarse como movimiento, con capacidad de incidir en las dinámicas colectivas, requiere de otros elementos.

En primer lugar es precisa una orientación compartida y ampliamente consensuada, pero encarnada en un grupo motor que distribuya algunas funciones y que haga de la permutación (rotación) un principio regulador que evite la personalización excesiva.

En segundo lugar es preciso que los encuentros sean cara a cara, sin descartar las comunicaciones virtuales, porque poner el cuerpo se revela como algo necesario para sostener un trabajo colaborativo. De allí la importancia que están cobrando las asambleas. Un tercer elemento es garantizar la continuidad de esos contactos porque la discontinuidad de las acciones las vuelve estériles.

Considerar así el uso de la red-movimiento puede crear un liderazgo social que fuerce a otros líderes políticos y económicos a tomar en cuenta los deseos y las propuestas de los ciudadanos indignados y devolverles algo de la dignidad perdida.

miércoles, 22 de junio de 2011

¿Qué encuentran los jóvenes latinos en sus grupos de pertenencia?


José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

Para todo adolescente la separación de lo infantil, y por tanto de la escena familiar, deviene requisito imprescindible para hacerse adulto. Ese proceso encuentra un espacio transicional en la escuela y su entorno (amigos, calle). La escuela sirve de puente entre ese mundo infantil y familiar del que proviene y ese horizonte adulto y social para el que le prepara.

Es un clásico escuchar a muchos adolescentes que reniegan de los profesores pero no pierden ocasión de asistir a la escuela aunque sea para deambular por el patio o por la entrada y ver así a los “colegas”. La instrucción puede no ser atractiva pero la institución escolar, como lugar de socialización y sociabilidad, sigue teniendo un peso fundamental en nuestra sociedad.

Esa función de conexión y de inscripción de la escuela, que ofrece así un lugar al joven, supone el previo de la inscripción familiar, del lugar atribuido a cada uno en una generación. A veces esa continuidad entre las generaciones y la escuela es tan importante que muchos padres eligen, para sus hijos, la misma escuela a la que ellos fueron.

En ocasiones ese lugar en la generación falla porque su inscripción es precaria, como es el caso de algunas familias inmigrantes obligadas a dejar a sus hijos en los países de origen y reagruparlos posteriormente en condiciones no siempre optimas: precariedad económica, de vivienda, aislamiento social, Otras veces el proceso de acogida se complica por dificultades de conciliación de lo familiar y lo laboral: largas jornadas, escaso control parental, ausencia de uno de los progenitores.

Cuando la escuela fracasa también en su función de acoger las inquietudes de estos jóvenes, “queda –decía Freud- muy a la zaga de constituir un sucedáneo para la familia y despertar el interés por la existencia en el gran mundo”.

En esos casos el grupo de pertenencia, banda organizada o grupo de calle más informal, funciona como “institución de acogida” y lugar de socialización. El grupo pone deberes: académicos y de cohesión (golpes, agresiones), impone ritos de iniciación sexual y formulas de satisfacción, ligadas a los consumos, el vestir, las marcas corporales. Todo ello bajo el sometimiento a un líder que se presenta con cierto carisma y asegura la función protectora de la familia ausente.

Ese nudo vital encuentra su desenlace lógico con la entrada al mercado laboral, por lo que el trabajo supone de función reguladora en todos los ámbitos (social, familiar y pulsional) y posteriormente en la formación de la propia familia. Allí el joven encuentra una nueva oportunidad para una inscripción social con efectos subjetivos muy importantes.

El drama actual, para muchos de estos jóvenes inmigrantes (también para los autóctonos por supuesto) es que la precariedad de las condiciones de vida a causa de la crisis económica y las dificultades en su inserción formativa y laboral -institutos con ratios excesivas de alumnos extranjeros y alternativas a la escolarización obligatorias y ofertas laborales escasas - congelen ese momento vital manteniendo la función “acogedora” y de sumisión al grupo más tiempo del deseable.

Esa imposibilidad de desprenderse del grupo es lo que puede hacer que un conflicto, propio de la adolescencia, devenga en un problema de amplias consecuencias sociales, personales y familiares. De todos depende que esto no sea así.

domingo, 22 de mayo de 2011

¿Por qué amamos a nuestros líderes?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Domingo, 22 de mayo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El abuso de poder, por parte de los caudillos autoritarios, ha sido y es una constante en la historia de los pueblos. Lo que resulta más novedoso es la tendencia de algunos liderazgos, democráticamente legitimados, donde el abuso de poder alcanza incluso el ámbito sexual. En Europa, y en nuestro país, tenemos ejemplos muy conocidos y actuales de líderes imputados e incluso condenados por prácticas abusivas, sexuales o de corrupción económica y política. El rasgo común de estos líderes es el abuso, no el que tengan relaciones sexuales ilegitimas, pero consentidas mutuamente.

La paradoja es que estas prácticas en la mayoría de los casos, salvo los momentos puntuales donde aparecen denunciados, refuerzan su poder e incluso incrementan el apoyo de los ciudadanos. Muchos de ellos son conscientes de este hecho y se envalentonan y desafían a aquellos que les reprochan su actuación, a sabiendas que la publicidad de su abuso los hace más queridos por los suyos.

¿De qué pasta están hechos esos líderes que amamos? El escritor francés Étienne de La Boétie se refería en 1553 a las servidumbres voluntarias para describir el hecho de que “los tiranos cuanto más roban, más exigen, y cuanto más se arruinan y destruyen, más obtienen y más servidumbre obtienen”. Pero fue Freud en su “Psicología de las masas y análisis del yo” quien nos ofreció un análisis preciso de la función del amor al líder y la sumisión que comporta. Freud, al que no le faltaron ejemplos de dirigentes de su época, plantea dos características del líder: que dé la impresión de una fuerza considerable y que disponga de una gran libertad libidinosa. Un líder con esos atributos es amado por el pueblo porque permite a cada uno revestirse, en su servidumbre, de la fantasía de una omnipotencia “a la que no hubiese aspirado jamás”. Aquello que uno no puede conseguir –o que no sería capaz de realizar, aunque lo pensase- el líder lo efectúa por él.

Hoy vemos como algunos líderes actuales hacen de esa “libertad libidinosa” un rasgo personal destacado, sin pudor alguno. Su modo de satisfacción parece no regirse por los límites del humilde mortal y la exhibición de la opulencia y de cierta obscenidad es un dato básico de su estar en el mundo. Mostrar el lujo con el que viven los fortalece, a pesar de los “escándalos mediáticos”.

Freud percibió y adelanto algo que hoy es más verdad que nunca. Un líder capaz de hacer de la mediocridad, la vulgaridad e incluso el abuso, un estilo de mando, tiene asegurada la servidumbre de muchos ya que consigue que la realidad vital de esos sujetos, cercana a esa mediocridad, se eleve a un estatus de ideal de vida. Cuando el robo, la violencia, el desprecio por el otro, el abuso sexual, pasiones no ajenas a lo humano, devienen atributos de un líder, adquieren por ello una legitimación popular y aumentan considerablemente el carisma del jefe. Su estilo legitima las pasiones de sus seguidores aunque éstos no se atrevan a llevarlas a cabo.

De allí que la pasta de estos lideres no sea nada especial ni de un valor extraordinario. Basta que se trate de un personaje con una elevada sobreestimación de sí mismo, dispuesto a mostrar sus excesos, su consumo ilimitado, el impudor de su satisfacción. De esta manera obtienen la estima de aquellos que querrían parecérsele, salir de su miseria neurótica y gozar como él, sin culpa ni obstáculo alguno.

jueves, 5 de mayo de 2011

¿Desde cuándo sólo vale ganar?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Domingo, 1 de mayo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista

La época actual hace ya tiempo que ha impuesto un nuevo lenguaje donde los términos ganar y perder aparecen en primer lugar como palabras clave para definir los objetivos y “valores” de los sujetos.

Obtener resultados por encima de cualquier otro valor, ético o estético, es una exigencia, un imperativo que nos indica cómo la satisfacción está estrechamente ligada al consumo de bienes y objetos. El dinero es el patrón, por supuesto, pero no es lo único a ganar, aunque sea su referencia principal.

Ese afán de consumo y acceso a la propiedad se interioriza desde la infancia y contamina la realidad que nos circunda: el ocio, el deporte, el rendimiento académico, la sexualidad y las relaciones sociales. El deporte, y sobre todo el fútbol como “deporte rey”, es el escenario privilegiado donde el espíritu resultadista brilla más. No sólo por la cantidad de focos que lo iluminan sino porque las grandes celebraciones deportivas son hoy algo más que un deporte, son sobre todo un espectáculo con todos los ingredientes de la vida humana: desafío, pasión colectiva, erótica de los cuerpos musculados, violencia ritualizada e idolatría del triunfo y del héroe.

Nada queda libre ya de esa contabilidad del goce al que aspiramos y que siempre nos parece menos del que podríamos “ganar” si fuésemos algo más eficaces. Nuestra productividad nos devuelve una imagen poco eficiente de nosotros mismos, una imagen que siempre deberíamos mejorar gracias, sobre todo, a la tecnología, empezando por la que se ocupa de la imagen corporal.

¿Qué hay de malo o patológico en este afán de ganar? ¿No es acaso el estímulo de la competición lo que permite dar lo mejor de nosotros mismos, sin menoscabo del rival ni de las reglas de juego? El problema es cuando aislamos el término ganar del resto de palabras y queda como una justificación en sí misma, sin otra referencia: ganar, ganar, ganar. Ese término funciona entonces como un imperativo ante el cual toda acción queda justificada porque es un mandato sin piedad: ¡ganad, malditos!

¿Qué otra cosa podemos contar, entonces, sino los indicadores de esa ganancia? Ganar o perder –parece que no hay otras variables- en una secuencia ininterrumpida, son acciones cada vez más silenciosas, aunque paradójicamente resulten ruidosas en algunos casos por las celebraciones colectivas. Apenas hay épica de los héroes porque la prisa anula cualquier significado y deja sólo el resultado.

Ganar es el paradigma de nuestra época y por ellos sus adalides son admirados y vitoreados, con la misma pasión que vilipendiados cuando pierden. El héroe actual, objeto de admiración por unos y otros, parece ser aquel que muestra sin tapujos, sin vergüenza alguna, la voluntad de ganar.

Ese impudor, que algunos maquillan como si se tratase de un cálculo estratégico, ocupa ya un lugar central en nuestra civilización. Pero lo cierto es que de esas “hazañas” y de sus protagonistas sólo queda el resultado, una cifra muda sin significación alguna a transmitir.

miércoles, 23 de marzo de 2011

¿Puede el miedo paralizar una sociedad?

LA VANGUARDIA, Tendencias. Miercóles 23 de marzo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El miedo es un sentimiento que aparece agudizado, como telón de fondo, en épocas de crisis. Nos habla de la percepción de inseguridad que tienen los sujetos respecto a cuestiones básicas: el trabajo, la vivienda, la subsistencia, el lazo social.

Pero el miedo es ya una consecuencia, la respuesta a un hecho previo como es el declive de la confianza. Cuando el umbral de desconfianza es alto, aparece el pánico y el sujeto tiende a paralizarse y hace suyos más fácilmente –para salir del desconcierto- discursos “protectores” que sitúan la culpa de lo que ocurre, de esa incertidumbre personal y colectiva, en un otro definido de manera clara por ese discurso: gobierno, inmigrante, país extranjero, colectivo social…

Lo que hasta entonces era una promesa de bienestar, ahora truncado, se convierte en un temor social, inicialmente difuso, que deviene caldo de cultivo de las políticas del miedo. Políticas que se implementan magnificando los problemas para justificar las soluciones más radicales, generalmente de carácter excluyente. El beneficio psicológico inmediato que proporcionan estos discursos es que nombran ese miedo, le ponen un rostro al agente causal y, al darle además un carácter colectivo, ahorran a cada uno la pregunta por su responsabilidad personal en esa crisis.

Es en estas coyunturas de precariedad donde los liderazgos políticos, sociales o religiosos tienen la ocasión de contribuir a recuperar esa confianza, base de la affectio societatis, o bien rentabilizar ese miedo en beneficio propio.

Para lo primero conviene, más que alimentar los prejuicios y el odio de cada cual, aceptar los propios límites, no como insuficiencia o impotencia, sino como el punto de partida para establecer un vínculo productivo. Freud decía que gobernar –como curar y educar- son tareas “imposibles”, aludiendo al hecho que ninguna de ellas dispone de un manual de instrucciones ni es completamente previsible.

Así, un líder aferrado a una certeza sin fisuras e incapaz de asumir las dificultades propias y las de sus gobernados o seguidores, difícilmente será “autoridad” (auctor) con capacidad de invención y resolución de los problemas, especialmente en una situación en la que el miedo puede ser el resorte de la parálisis propia y/o de la segregación del otro.

¿Puede el miedo paralizar una sociedad?

LA VANGUARDIA, Tendencias. Miercóles 23 de marzo de 2011

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

El miedo es un sentimiento que aparece agudizado, como telón de fondo, en épocas de crisis. Nos habla de la percepción de inseguridad que tienen los sujetos respecto a cuestiones básicas: el trabajo, la vivienda, la subsistencia, el lazo social.

Pero el miedo es ya una consecuencia, la respuesta a un hecho previo como es el declive de la confianza. Cuando el umbral de desconfianza es alto, aparece el pánico y el sujeto tiende a paralizarse y hace suyos más fácilmente –para salir del desconcierto- discursos “protectores” que sitúan la culpa de lo que ocurre, de esa incertidumbre personal y colectiva, en un otro definido de manera clara por ese discurso: gobierno, inmigrante, país extranjero, colectivo social…

Lo que hasta entonces era una promesa de bienestar, ahora truncado, se convierte en un temor social, inicialmente difuso, que deviene caldo de cultivo de las políticas del miedo. Políticas que se implementan magnificando los problemas para justificar las soluciones más radicales, generalmente de carácter excluyente. El beneficio psicológico inmediato que proporcionan estos discursos es que nombran ese miedo, le ponen un rostro al agente causal y, al darle además un carácter colectivo, ahorran a cada uno la pregunta por su responsabilidad personal en esa crisis.

Es en estas coyunturas de precariedad donde los liderazgos políticos, sociales o religiosos tienen la ocasión de contribuir a recuperar esa confianza, base de la affectio societatis, o bien rentabilizar ese miedo en beneficio propio.

Para lo primero conviene, más que alimentar los prejuicios y el odio de cada cual, aceptar los propios límites, no como insuficiencia o impotencia, sino como el punto de partida para establecer un vínculo productivo. Freud decía que gobernar –como curar y educar- son tareas “imposibles”, aludiendo al hecho que ninguna de ellas dispone de un manual de instrucciones ni es completamente previsible.

Así, un líder aferrado a una certeza sin fisuras e incapaz de asumir las dificultades propias y las de sus gobernados o seguidores, difícilmente será “autoridad” (auctor) con capacidad de invención y resolución de los problemas, especialmente en una situación en la que el miedo puede ser el resorte de la parálisis propia y/o de la segregación del otro.

sábado, 22 de enero de 2011

¿Qué empuja a un sujeto a inmolarse?

LA VANGUARDIA, Tendencias / Sábado, 22 de enero de 2010

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista

En las últimas semanas estamos asistiendo a una serie de hechos dramáticos, vinculados a jóvenes que se queman a lo bonzo en lugares públicos. Uno de los primeros casos fue el del joven tunecino que desató la ira de la población y contribuyó a la revuelta actual en el país árabe.

Son respuestas del sujeto extremas, la mayoría terminan con su vida o con secuelas graves. ¿Cómo entenderlas? La primera prevención es percatarse que si bien el fenómeno es el mismo en todos los casos, no así las causas que siempre son particulares.

Freud nos dio una pista muy útil para leer estas conductas al distinguir entre condiciones y causa. Las primeras son comunes a todos los que comparten una comunidad (familia, país, civilización) puesto que todos están condicionados por ellas, sean razones económicas, sociales, culturales o familiares. Por supuesto cada uno las subjetivara de manera diferente y les dará su propia interpretación: unos las tomaran como motivos para resignarse, para obedecer o bien para rebelarse o superarlas. Esas condiciones no nos resultan, pues, indiferentes ya que son las cartas con las que jugamos la partida de nuestra vida.

Son condiciones necesarias pero insuficientes para explicar la respuesta individual. Hay que añadir la causa, que es siempre particular y específica para cada uno. Lo que nos causa, nuestras razones singulares, nos diferencian al contrario que las condiciones que nos colectivizan. El malestar que empuja a alguien a dar ese paso final queda completamente velado tras el acto, a veces imitativo y puesto en serie con los anteriores.

¿Qué mensaje envía cada joven inmolado y a qué Otro se lo envía? Eso tiene siempre algo de enigmático e incluso no podemos estar seguros que sea siempre un mensaje para el otro, muchas veces puede ser un quitarse de en medio, aunque sea en una escena pública y de manera espectacular. De hecho somos nosotros los que damos el sentido a esa acción y le otorgamos una significación precisa (denuncia política) que no siempre es tan clara en su origen.

Ejecutivos desechados por sustituibles, parados que pierden su vivienda, sujetos que se sienten burlados por su banco o dejados de lado por sus conciudadanos. Todos comparten un sentimiento de excluidos y su causa puede avivarse por el empuje de la precariedad o el adoctrinamiento. Los que eligen la inmolación añaden un matiz específico a su respuesta: su componente religioso, ya que la fe y la creencia están en juego en ese reducirse al polvo de las cenizas.

Un verdadero acto es siempre una precipitación, el franqueamiento de un límite sin que tengamos sus claves ni podamos anticipar sus consecuencias. Cuando ese acto alcanza su fin, como es el ejemplo de estos sacrificios vitales, nos muestra que el sujeto desaparece o bien porque ya no encuentra otra salida a su impasse o bien porque elige dar un sentido ejemplar a su vida.

Por eso si bien las causas no son prevenibles, ya que siempre nos remiten a la elección y libertad de cada uno, las condiciones de vida pueden modificarse en el sentido de resultar más acogedoras y menos segregadoras. Las conductas extremas, sean heteroagresivas o autoagresivas, siempre testimonian de la fragilidad del lazo con el otro y evocan que cuando el sujeto se siente abandonado, engañado o huérfano de sentido, el pasaje al acto, incluso a costa de su vida, deviene su protesta final.

miércoles, 19 de enero de 2011

¿Cómo recuperar la confianza?

José R. Ubieto. Psicólogo clínico y psicoanalista


La confianza es un elemento clave sin el cual la convivencia se resiente gravemente y aparece la desafección, la indiferencia o directamente la hostilidad ante las propuestas del otro. Hoy funciona más bien como un activo toxico y lo que debería ser un bien social aparece como un elemento nocivo al perder todas sus garantías. Lo vemos en el campo de las finanzas pero también en el político, en la religión e incluso en los llamados sistemas expertos: docentes, médicos, científicos.

La confianza se genera a partir de una suposición de saber, le suponemos al otro (financiero, político, clínico, maestro) un saber sobre aquel ámbito en que le confiamos algo (ahorros, gobierno, salud, educación) y eso produce una cierta obediencia y creencia en sus indicaciones. Hoy nos volvemos más incrédulos y aceptamos cierto cinismo como la salida normal: puesto que no hay nada rescatable en el vínculo al otro, sólo nos queda la búsqueda individual de nuestra satisfacción, y para ello no nos faltan objetos: gadgets, tóxicos, comida..Las reivindicaciones, en nombre del derecho a consumir como derecho “básico” de nuestras vidas de consumo (Bauman) y en tono de exigencia e incluso con violencia en algunos lugares (escuelas, hospitales), muestran la deriva de esa desconfianza.

El origen de esta pérdida es antiguo: desde el mismo programa de la Ilustración, que aupaba el individuo a la cima, pasando por la fe ciega de algunos en las promesas de la ciencia y la técnica, como soluciones pret-a-porter y globales, hasta las acciones actuales de los diversos actores políticos, económicos o profesionales, que han contribuido a ello.

¿Cómo recuperar esa confianza, base de la affectio societatis? No será tarea fácil contrariar esa inercia pero seguramente el primer paso sería asumir los propios límites, no como insuficiencia o impotencia, sino como el punto de partida para establecer un lazo. Y al tiempo reconocer en el otro aquello que es también el signo de una falta. Un maestro o un médico, incapaces de admitir sus limitaciones –curar, educar y gobernar son tareas imposibles, decía Freud- devienen por ello incapaces de entender la dificultad o el sufrimiento del otro y así difícilmente serán “autoridades” (auctores) con capacidad de invención y resolución de los problemas. Lo mismo podríamos pensar de un político o un líder religioso, aferrados a una certeza sin fisuras e incapaces de acoger las precariedades de sus gobernados o seguidores.

Una segunda vía nos la ofrecía el filosofo Rorty cuando proponía una conversación permanente, en el lugar de esa Verdad que ya no existe, sobre los valores e ideas, que implique la presencia del otro y que se oriente a señalar salidas individuales y colectivas. Hoy nos fascinamos por las imágenes y nos olvidamos que son las ideas-fuerza las que mueven el mundo. Las conversaciones que mantenemos, bajo el modelo de las redes sociales, son conversaciones donde parece que hablamos con el otro cuando en realidad lo hacemos con nosotros mismos, como si la pantalla fuera el reflejo de nuestra propia imagen, convenientemente “retocada”.

La autoridad, de cuya pérdida nos lamentamos, no es sino otro nombre de esa confianza en el lazo social que requiere, para su génesis, de nuestra implicación como ciudadanos, padres, profesionales o lideres.