LA VANGUARDIA, Tendencias / Viernes, 15 de enero de 2010
José R. Ubieto. Psicólogo clínico y Psicoanalista
El debate actual sobre el uso de escáneres que desnudan en los aeropuertos va más allá de la medida concreta y del ámbito especifico de los vuelos. De hecho se incluye en una lógica mucho más amplia y que se sostiene en un ideal de transparencia y en el imperativo de lo “evidente” como garantía universal.
Hoy no se autoriza ninguna intervención en el ámbito de la subjetividad que no esté basada en las llamadas “evidencias científicas”. Una psicoterapia, un programa reeducativo, un proyecto de acción social sólo reciben financiación si responden a esa doble exigencia de transparencia y evidencia científica, principios de la evaluación de sus resultados.
¿Quién podría oponerse a esas buenas intenciones, que además parecen basarse en certezas y evidencias aportadas por la ciencia? De la misma manera ¿Quién podría resistirse a las recomendaciones sanitarias sobre la epidemia de turno, basadas también en razonamientos lógicos y “científicos”? Y por supuesto ¿quién podría negarse a ser un cuerpo transparente y “evidente” ante la mirada del Otro, en nombre de la seguridad pública y bajo los auspicios de todas las garantías tecnológicas?
La ciencia y sus desarrollos técnicos son un activo fundamental de nuestra civilización, al que difícilmente podríamos renunciar en el momento actual. Su aportación a la mejora de las condiciones de vida y a los estándares de salud es incuestionable. Pero todo ello no obvia que la ciencia como saber tiene sus límites, bien conocidos y admitidos por los propios investigadores. Y cuando se trata de ciencias aplicadas a la subjetividad y de ámbitos como la psicología, la educación, las relaciones sociales y personales esos límites no pueden obviarse salvo que queramos “ahorrarnos” lo más singular del ser viviente que es el sujeto mismo, sus elecciones y decisiones, erróneas o no. No admitir esos límites es convertir la ciencia en una pseudociencia y por tanto en una nueva religión de charlatanes sofisticados.
Nunca una tecnología debería eliminar el juicio y la valoración de un médico, de un psicólogo, de un educador, de un político y por supuesto del propio sujeto afectado, sobre las decisiones que se deben tomar porque ese juicio, susceptible de errores y riesgos, es fundamental y da la medida ética del acto mismo. ¿Qué valor tendría un acto médico, terapéutico, educativo o político si excluimos aquello que lo fundamenta, la convicción íntima de quien lo ejecuta, y lo sustituimos por la guía de un protocolo estándar? ¿Quién se haría entonces responsable de sus consecuencias?
El asunto de los escáneres es una buena prueba de esta tendencia a sustituir ese juicio por un imperativo de autoría anónima y justificada por supuestas “evidencias”, como muchas otras medidas vinculadas a la vigilancia y seguridad. ¿No era del juicio y valoración de los responsables policiales de quien dependía nuestra seguridad? ¿No eran ellos los que debían sopesar las informaciones que la tecnología les procura en nombre del bien público?
Cuando renunciamos a nuestra responsabilidad y nos resguardamos en la (falsa) promesa de la tecnología “que todo lo ve” nos volvemos cada vez más ciegos frente a lo que constituyen nuestros retos actuales como civilización.