La Vanguardia. Viernes, 13 de
febrero de 2015
Cuidar al otro es uno de
los vínculos más primarios entre seres humanos. Freud ya se refiere a ello en
“Psicología de las masas” cuando afirma que en la vida anímica individual, el
otro aparece integrado siempre como modelo, auxiliar, adversario o como objeto.
El infans es, para sus progenitores,
ese objeto de cuidados, necesarios para su subsistencia pero sobre todo para
devenir un sujeto capaz de desear y amar.
Ese lazo que se
construye alrededor de los cuidados es intenso y no ahorra sentimientos ni
emociones y por ello a veces toma formas patológicas. Una consecuencia de los
cuidados, cuando estos son persistentes y con cierto grado de incondicionalidad,
es el llamado burn-out (quemado). La
sensación de que uno no puede más con esa tarea. Esa impotencia se acompaña de
sentimientos de culpa por desfallecer pero sobre todo, y estos son más
inconscientes, por renunciar al propio deseo, a aquello que a uno le apetecería
y que su tarea de cuidador ha dejado de lado.
La crisis ha aumentado
las demandas de cuidar y éstas recaen generalmente en las mujeres. Para muchas
resulta difícil decir no a un pedido de ayuda cuando se refiere al cuidado de
un ser querido (nietos, hijos o padres) porque el rechazo genera siempre el
sentimiento de pérdida del amor del otro rechazado. Poder decir no, al menos de
vez en cuando, es una manera de limitar ese burn-out
sin por ello romper el vínculo. Acotar, en definitiva, lo incondicional,
poniendo algunas condiciones (horarios, días,..).
Otra medida puede ser
limitar la omnipotencia compartiendo la tarea y pidiendo a otros familiares o
amigos apoyo. Reconocer los límites frente a esa tarea no nos vuelve
impotentes, más bien nos procura potencia.
Finalmente, entre
cuidado y cuidado hay que respirar para no ahogarse. No renunciar al deseo
propio es la mejor fórmula para cuidarse y poder así apoyar al otro.