La Vanguardia, 21 de abril de 2017
La muerte forma parte de la vida. Tanto es así que sin ella, la vida no
tendría sentido. Es el final lo que resignifica todo lo anterior. De allí que
las necrológicas sean siempre un balance de lo logrado y también de lo errado o
dejado pendiente.
Sin embargo, cuando la muerte llega antes de lo previsto aparece como algo
sin sentido. Un accidente, un atentado, una catástrofe o simplemente una
enfermedad, precoz para la edad, son finales bruscos para los que nunca estamos
preparados, aunque algunos podamos anticiparlos (procesos patológicos
terminales).
Solo nos queda hacer el duelo por eso que ya no está. Por la persona
querida que hemos perdido pero, sobre todo, por lo que nosotros éramos para
ella y que ya nunca volveremos a ser. Ese es el verdadero duelo que nos cuesta
hacer. Si hasta entonces, en vida del fallecido, éramos su apoyo, su
confidente, su alumno preferido, su pareja fiel o su hija siempre atenta, ahora
se nos abre un vacío en el que ya nos somos eso para él o para ella.
Tenemos que ir poco a poco tejiendo una historia que de algún sentido a lo
sucedido y que nos permita poner, en su lugar, otra cosa u otra persona. Una
manera de tejer esa historia es escribir, poner palabras y sonidos a ese vacío
silencioso. Muchos escritores han optado por hacer el duelo a través de una
obra que, en ocasiones, ha pasado a ser una joya literaria.
Miguel Hernández lo hizo en su “Elegía”, recordando a su amigo Ramón Sijé